Sonó el primer disparo, un tiro lejano y seco. Apenas nos
hizo volver la cabeza, más extrañados que por temor. Era viernes,
bajo un calor asfixiante. Delante de la sinagoga, en una cafetería
destartalada y polvorienta, un colono judío uruguayo nos había
servido un café:
-Hay quien dice que ésta no es
nuestra tierra…
Enfrente, Khalil ofrecía té y conversación a cambio de entrar a su
bazar. Algunos compraban después un keffiyeh o una caja de
madera tallada hecha a mano. Khalil nos había servido la comida ese
viernes.
-Amigos,
entrad. Os sentará bien un té. ¿Honraréis la tienda de Khalil?
No pasó nada, no hubo ningún otro sonido extraño. Nadie se movió
hasta que empezó el tiroteo a ambos lados de la explanada sagrada de
Hebrón.
**************
Ese día, Ahmed tenía que recibir a una veintena de turistas a
la hora de la comida. Era una de las formas en las que su familia se
ganaba la vida, ésa y el bazar de su padre. Iba comprar especias en
el mercado, bajo el asentamiento, para que su madre preparara el keshk: arroz con pollo y
coliflor especiados, salsa de yogur y ensalada árabe. Tendría que
pasar el checkpoint
israelita, y no podía saber cuánto tiempo le iba a costar entrar y
salir del callejón del mercado. Por eso se había levantado tan
temprano ese día, el día de su muerte.
Ahmed tenía muchos recuerdos del mercado. De niño había
campeado libre por sus calles medievales; era aficionado a comer
fruta fresca directamente de los cestos de las fruterías. Cosas de
niños, decían los fruteros. Uno de los días en que robó un racimo de
uvas no huyó en dirección a la mezquita, adonde solía dirigirse
confiado en llegar a la explanada y confundirse entre los
peregrinos, sino hacia el interior del mercado. Ningún comerciante
salía tras él porque el niño era hijo de Khalil, el dueño del bazar.
Pero aquel frutero le persiguió, saltando el mostrador de su tienda.
El niño sintió miedo, y corrió tanto como pudo sin detenerse, sin
respirar casi.
-¡Deja al chiquillo, perro!
Ahmed era rápido. Sabía distinguir entre las calles estrechas
abarrotadas de mercadería, donde pondría a prueba la agilidad del
tendero, y las calles anchas donde debía correr más que él. En todas
había una multitud de gente que le miraba correr, apartándose a su
paso. También conocía los callejones sin salida, y qué puertas podía
abrir para escabullirse en su huida. En las calles interiores del
mercado no había comercios, sino caserones con patios grandes que
habían sido construidos en los tiempos en que al-Halil florecía de
comercio, antes del checkpoint.
El día de su muerte, cuando finalmente pudo atravesar el control de
seguridad, Ahmed sólo pudo reconocer parte de aquel mercado bajo la
alambrada del asentamiento.
Su perseguidor era un hombre joven, un judío, y Ahmed, que le
sentía cerca, tuvo la certeza de que le atraparía. No habría podido
escapar del tendero si éste no hubiera resbalado mínima,
imperceptiblemente. Ahmed volvió una esquina, luego la siguiente, y
se abalanzó sobre la primera puerta abierta que encontró a su paso
antes de que el tendero hubiera vuelto la primera esquina. Atravesó
el patio con ropa blanca tendida sin encontrar a nadie y, subiendo
una escalera, alcanzó la azotea de la casa, desde donde saltó a la
siguiente, y de ella a una calle del mercado más allá del alcance
del judío. El chiquillo estaba exhausto.
– No volveré a escapar en dirección al mercado - pensó.
Se sentó en el rebate de una casa. No recordaba exactamente aquella
casa, pero reconoció el callejón, donde había vivido un mercader de
lana que suministraba telas para el bazar de su padre, frente a la
mezquita de Ibrahim. El comerciante no tenía hijos, y su mujer
adoraba a Ahmed y decía que, si Khalil se lo permitía, se llevaría a
aquel niño a vivir con ellos y le colmarían de telas de lana y de
perfumes. También le daba dátiles y uvas pasas; Ahmed siempre estaba
dispuesto a acompañar a su padre a los eternos tratos con el
mercader de lana. Haría dos o tres años que aquel matrimonio se
había marchado de al-Halil, y nunca había vuelto a verlos. En la
puerta de la casa lucía ahora la estrella que Ahmed asociaba a las
familias judías. Dos o tres personas atravesaban el callejón.
También había un niño moreno, delgado y esbelto que, con confianza,
se acercó a la puerta del mercader de lana y entró en la casa
dejando entrever el patio donde Khalil y el mercader se habían
sentado a tomar el té de los negocios.
Después de ver a aquel niño, Ahmed sintió la necesidad de entrar
tras él. No sentía la nostalgia de los adultos, que sacrifican sus
recuerdos por revivir lo que no puede repetirse, sino la curiosidad
infantil de averiguar quién era ese niño, cómo se llamaba y cómo
vivía. Ya no había gente en el callejón; si entraba en la casa,
nadie se daría cuenta. Tampoco sentía miedo.
– Al fin y al cabo -se dijo- es un niño, aunque sea judío. Un niño
no puede hacerme daño.
Ahmed se levantó, se dirigió con paso seguro al portal y empujó la
puerta tímidamente y sin ruido hasta que pudo pasar al patio
interior. Habían desaparecido el entoldado de los negocios y la
parra de las uvas pasas, pero reconocía el pozo encalado, la
distribución de las habitaciones y la escalera que desde una de las
esquinas accedía al almacén de las telas y a la azotea. También
seguían allí la miríada de macetas con claveles blancos y rojos y
geranios que se encaramaban hasta el tejado, la envidia de muchas
mujeres de al-Halil. Al patio se abrían tres puertas; una de ellas
era la del oscuro y largo pasillo que daba a las habitaciones de la
familia y a la calle. Otra puerta daba a la sala de estar, donde el
mercader recibía a los clientes como su padre los días de lluvia y
frío, o los de mucho calor. La tercera puerta daba a la cocina,
donde la mujer del mercader recibía a Ahmed y le daba fruta mientras
ella cocinaba; el mercader y su padre nunca entraban allí.
La casa permanecía en silencio. No llegaba ruido de la calle ni del
interior de las habitaciones, que parecían estar vacías. El niño no
estaba en el patio, y Ahmed se acercó calladamente a la cocina.
Había pensado que, como él, el niño pasaría el tiempo con las
mujeres de la casa, pero no era así. No tuvo el valor suficiente
para entrar en el pasillo que daba a las habitaciones, pero sí para
acercarse a la puerta de la sala de estar. En aquella sala ya no
había tapices ni cántaras de bronce; tampoco estaban las alfombras
ni el magnífico candelero del mercader. Ahmed vio en cambio una gran
estantería repleta de libros que cubría las paredes de la estancia;
a la derecha de la puerta había un gran candelabro con brazos
torneados cuya velas encendidas alumbraban débilmente la sala. A la
izquierda había un biombo de madera semiplegado.
El niño judío estaba allí, solo, de espaldas a la puerta y cara a la
pared. Llevaba en la cabeza un trozo de tela, un pequeño círculo de
colores celeste y blanco que le cubría apenas la coronilla.
Alrededor de sus brazos había arrollado unas largas tiras de cuero
que colgaban inertes hasta el suelo, y en las manos sostenía un
libro que parecía contemplar mientras movía su cuerpo entero. Unas
veces flexionaba el torso hacia delante y hacia atrás, otras giraba
la cintura, o temblaba sobre sus rodillas, ausente, a la vez que
canturreaba entre dientes una incomprensible melodía sin dejar de
fijar la mirada en el libro entre sus manos. El movimiento extático
de aquel niño en la habitación en penumbra y su cántico eran
cautivadores. Tenían el encanto mágico de todo lo que es desconocido
y que se desea comprender. Ahmed no fue consciente de cuánto tiempo
estuvo observando fascinado al niño judío. Ya no había mercado, ni
cansancio ni curiosidad; todo se había reducido a la habitación con
el niño judío, su canto y el baile que exhibía ante él.
Ahmed sabía lo que estaba haciendo. Le bastaba mirarle con su mirada
inocente de ojos negros para comprender que aquel otro niño, tan
apartado de él, estaba rezando a su Dios. Como él mismo hacía cuando
acompañaba a su padre a la mezquita: se inclinaba, abstraído, y
hablaba con su Dios, que era el de sus padres. Le pedía cosas
sencillas: que no faltaran clientes en el bazar o que su hermano no
tuviera que ir tan lejos a trabajar. El niño judío estaba pidiendo
cosas al Dios de sus padres también. Quizá le estuviera pidiendo que
no faltaran clientes en la tienda de su padre, o favores para su
familia. Quizá también él tenía miedo de los musulmanes. Comprendía,
sí.
El día en que iba a morir, Ahmed estaba en el checkpoint, esperando a que
le permitieran el paso a la Ciudad Vieja.
– Control de seguridad. Pronto podrás pasar - había dicho sin
mirarle un soldado israelita.
No era mucho mayor que él, y estaba armado con un fusil de combate.
Era inútil resistirse, Ahmed lo sabía bien. Ellos tenían los tanques
y el apoyo internacional, los palestinos la rabia. Siendo él aún un
niño, los israelitas habían construido una ciudad, el asentamiento,
sobre el antiguo mercado medieval, y el cielo abierto de las
callejas del mercado se llenó un día de alambradas vigiladas por
fusiles de combate atentos que convertían el mercado una trampa;
todos los palestinos se sabían allí a merced de colonos radicales
unidos a su ciudad, que llamaban Hebrón, por un pacto divino al que
no renunciarían.
Ahmed también tenía recuerdos de los judíos. De niño les había
tenido miedo. Khalil siempre decía que eran ellos los que habían
traído la desgracia a Palestina con la ayuda de los ingleses y los
jordanos. También había oído que fueron a vivir al centro de
al-Halil y se negaban a marcharse, que estaban construyendo sus
casas rodeando la Ciudad Vieja y que se quedarían con su tierra.
Para el niño que Ahmed era esas razones eran incomprensibles, pero
suficientes para temer a los judíos. Recordaba el día en que un
grupo de judíos se fue a vivir a Beit Hadassah, y cuando su padre
tuvo que ir a defender a los suyos ante la Corte Suprema israelita
tras el asunto de Miriam Levinger; recordaba la construcción del checkpoint, que acabó
pronto con la gloria comercial de al-Halil. Los tanques en las
calles, los toques de queda, los altercados, los tiros al aire, las
carreras de los niños, la inseguridad y la sospecha tras cada rostro
fueron sustituyendo con los días al comercio de frutas y de lanas y
a los tratos a la sombra de un patio ante un vaso de té de su niñez.
Para el Ahmed adulto, lo judío era un niño elevando una plegaria, y
también el ruido de los disparos, el olor a sangre de herida abierta
palestina y las incursiones violentas que realizaba su hermano con
un grupo de radicales en Tel Rumeida y Beit Romano Yeshivat. Nunca
se unió a ellos; aun cuando había dejado de ser niño, no podía
comprender qué es lo que hacía odiarse hasta la muerte a dos pueblos
que rezaban con la misma sinceridad.
Cuando pudo atravesar el checkpoint,
se dirigió decididamente a la tienda de las especias, sacos
multicolores desparramados por el suelo y pequeños tarros de
especias sobre las estanterías. Aquel día, el especiero había
preparado una pirámide de polvo de estragón horadada caprichosamente
por minúsculas cuevas rellenas de cúrcuma, pimentón, salvia y
cilantro que, imitando a las flores, delimitaban un jardín aromático
en miniatura, como si no bastara con el aroma a miles de especias
para recibir a los clientes y fuera necesario también un regalo para
cada par de ojos. Cualquier otro día, menos el día de su muerte,
Ahmed se habría parado a saludar al especiero, quien le habría dado
detalles de la venta del día. En cambio no se detuvo. Debía cortarse
el pelo antes de ir a echar una mano con los turistas en casa de
Khalil mientras su madre cocinaba. Salió de la tienda de especias y
enfiló la calle principal del mercado, bajo la alambrada, hasta la
barbería de Rahman.
Ahmed se maravillaba de que su tío Rahman, el único hermano vivo de
Khalil, pudiera mantener conversaciones con sus clientes durante las
más de diez horas diarias que mantenía abierta su barbería. Rahman
se maravillaba de que Ahmed pudiera conducir al mismo tiempo que
tomaba un café, encendía un cigarro, y hablaba por teléfono con la
chica a quien él llamaba su novia, que vivía a mitad de camino entre
al-Halil y Bayt Lahm. El día de su muerte, Ahmed encontró la
barbería cerrada. Había un grupo de jóvenes palestinos sentados en
el portal frente a la barbería, pero ninguno de ellos supo decirle
dónde estaba Rahman.
– Tu tío es un buen pájaro, Ahmed… Seguro que esta noche no ha
dormido en casa.
– ¡No, no! Mi tío es un buen musulmán que no deja que mi tía duerma
sola, y aunque hubiera ido a jugar al backgammon habría llegado a
casa a tiempo de descansar para abrir esta mañana.
– ¡Silencio, silencio! El judío nos mira…
Un soldado judío que hacía guardia en el asentamiento sobre sus
cabezas les observaba. Ahmed sabía que cualquier grupo de más de dos
palestinos juntos era sospechoso de subversión, y por eso no
compartía que tuvieran que callarse. Tenían que seguir hablando para
que los israelitas comprendieran qué tipo de conspiración era
aquella.
– Bueno, si le veis, decidle que he venido y que volveré mañana.
Ahmed volvió a casa, con las especias y con un cierto malestar por
no haber encontrado a Rahman. Aún tardó un buen rato en volver a
pasar el checkpoint,
antes de morir.
**************
– Según su informe, soldado, usted cree que el ataque fue
premeditado.
– Sí, señor.
–¿Por qué lo dice?
– Señor, los palestinos suelen reunirse en grupos. El día del
tiroteo hubo ciertos movimientos, señor.
– ¿Movimientos?
– Señor, para
empezar un palestino, cuyo sobrino ha participado en incursiones
violentas, no abrió su establecimiento esa mañana. Luego
aparecieron varios hombres, y se sentaron ante la barbería, donde
estuvieron al menos dos horas hasta que apareció otro joven y se
sentó con ellos. Al ver que los vigilaba se callaron súbitamente,
señor.
– ¿Eso es todo?
– Sí, señor.
– ¿Me está diciendo que usted cree que el ataque sobre la
explanada de la sinagoga fue premeditado sólo porque vio a un
grupo de palestinos hablando delante de una barbería cerrada?
– No es el hecho en sí, señor.
– ¿Y qué es entonces?
Hertzl no era un colono. Su familia vivía en la región de Hebrón
desde antes de la guerra, y se trasladó a Tel Rumeida cuando se
formó el Comité Judío de la ciudad. Había visto cómo se corrompía la
convivencia entre judíos y palestinos casi desde niño. A él nunca le
habían permitido relacionarse con palestinos, porque éstos tenían
vedado el acceso al asentamiento. Para los niños judíos de la Ciudad
Vieja, el más mínimo contacto con palestinos era motivo de un severo
castigo, cuando no de una paliza. En cierta forma, creció con un
miedo irracional a todo lo musulmán, pese a que lo desconocía
profundamente. De camino al colegio, a veces veía a los grupos de
palestinos sentados en las puertas de las casas jugando al backgammon mientras bebían
té y fumaban una extraña pipa que gorgoteaba. Los palestinos,
incluso los adultos, le miraban, y él sentía entonces una sensación
de intranquilidad tan atroz que sentía flaquear sus piernas de niño.
Su padre, en cambio, caminaba altivamente, sin desviar la mirada,
como si sintiera una superioridad moral sobre aquel grupo de
personas que habían habitado Palestina desde hacía siglos.
– Fíjate, Hertzl. Nos temen, y harán lo posible por acabar con
nosotros cuando tengan la menor oportunidad - le decía.
– Señor, es una especie de intuición.
– Una intuición, ya… ¿Qué quiere decir una intuición?
– Señor, sé de qué hablan los palestinos cuando se reúnen.
Disculpe, me he expresado mal. Sé cuándo hablan de cosas banales,
ya sabe, de mujeres, de juego, del trabajo, y cuándo conspiran. Si
hablan de cosas sin interés no muestran ningún reparo ante nuestra
presencia; se muestran relajados, confiados, y hablan en voz alta
y segura dejándonos oír su conversación. Cuando hablan de algo
peligroso lo hacen entre dientes, guardando sus espaldas, y se
callan en cuanto alguno de nosotros se acerca…
– Es un buen motivo, soldado.
Hertzl se tenía por buen judío. A veces se decía a sí mismo que la
tierra que ahora habitaban tenía que ser Israel, la patria de su
pueblo, y que por fin los judíos de todos los lugares podrían
revivir su pacto con Dios en la tierra prometida para ellos desde el
principio de los tiempos. Siendo hijo único, y como había crecido
antes de la oleada de colonos, sus amistades se limitaban a algunos
judíos mayores, que siempre le vieron como un pequeño acompañante.
En las reuniones en sus casas hablaban con libertad delante de él.
Decían, por ejemplo, que sólo se podía concebir un estado de Israel
completamente judío, y que los demás habitantes de aquella tierra
estaban de más. También sostenían la tesis de su padre; no había que
fiarse de los palestinos, porque aspiraban a volverse contra los
judíos y causarles daño.
– Sus mujeres son como
vacas. Una vez vi entrar a una de ellas a una barbería y pensé que
iba a afeitarse….
– Jamás hay que mostrar ninguna debilidad delante de los palestinos.
Nos aplastarán si no les aplastamos nosotros antes.
– Los palestinos no se diferencian mucho de la carne cruda… ¡Y ni
siquiera son kosher!.
– ¿Y qué son los judíos? - preguntó Hertzl.
– Los judíos son el pueblo de Dios.
– ¿Y no están hechos también de carne los judíos?
– Calla, si no quieres que tu padre se entere y te dé una paliza.
¡Idiota!
También adoraba la música. Había convencido a su padre de que ser
músico era una buena opción vital y de que le dejara acudir a clases
a Jerusalén. Allí se hizo trompetista, y después de terminar sus
estudios se presentó a una prueba de acceso para la Orquesta del
Diván. No fue escogido, ni ese año ni los dos siguientes. Una de las
razones que recurrentemente esgrimía el tribunal en la prueba de
acceso era “no demostrar la suficiente capacidad de convivencia”;
otra razón era “cierta falta de madurez”. El fracaso le abatió: no
había convivido con nadie, nunca lo había hecho, pero ansiaba el
contacto con otras personas, judíos o palestinos. Era probable que
no tuviera una oportunidad como ésa.
– Hijo, no habría sido una buena idea - le había dicho su padre.
– Padre, hay judíos también en la Orquesta. Daniel Barenboim es
judío.
– ¡Y a mí qué me importan Daniel Barenboim o sus ancestros! No vive
en Israel, vive en Chicago o donde sea. No es un judío como tú. Un
judío como tú no debe participar en ese tipo de inventos.
– Dígame, soldado… ¿cuántos palestinos cree usted que les
atacaron?
– Señor, yo diría que unos diez.
– ¿Diez palestinos, armados de cualquier forma, infligieron
semejante daño a un ejército perfectamente entrenado y equipado?
– Sí, señor, pero no los esperábamos.
– ¿Cree usted que hubo algún error en su respuesta al ataque?
– No, señor, no la hubo. Respondimos con contundencia en cuanto
nos dimos cuenta de qué estaba pasando.
Los miedos y desconfianzas de Hertzl hacia los palestinos eran
recíprocos y fundados. La gran matanza de judíos a bastón y cuchillo
de 1929 se había cebado en Hebrón; en 1980 murieron seis judíos en
un ataque inesperado con granadas mientras volvían del rezo de Sabbat; otros dieciséis
resultaron heridos. En 1993, el rabino Druckman fue herido en un
tiroteo reivindicado por Hamás; su chófer murió ese mismo día. Una
ONG sueca comenzó a prestar servicio en Hebrón cuando niños
palestinos comenzaron a ser increpados por colonos en su camino al
colegio; al parecer, se registraron incluso tiroteos. En 1994,
Baruch Goldstein, el mártir de la causa sionista, irrumpió en la
mezquita con granadas y un M-16, y masacró a la treintena de fieles
que rezaban allí antes de ser asesinado por los supervivientes; era
Sabbat. La policía
israelita abatió a veinticinco más cuando se atrevieron a protestar.
Era una lista interminable y terrible. Pertenecer a la Orquesta del
Diván le habría permitido a Hertzl mostrar al mundo posibilidades
nuevas de convivencia en Israel. Pero, en lugar de reivindicar la
paz con el lenguaje de la música, había ingresado en el ejército
israelita, había recibido instrucción y un arma, y había sido
destinado a la guarnición de Hebrón, su ciudad, donde debía
garantizar la seguridad de los colonos que vivían en Tel Rumeida.
Ahoraestaba en
contacto con los palestinos. Les veía abrir sus negocios, sentarse
en sus puertas y hablar interminablemente; veía a sus mujeres
dirigirse al mercado, comprar viandas y especias, y las oía charlar
con las vecinas entre los patios comunicados; veía a los niños
palestinos cartera en mano dirigirse a sus escuelas musulmanas, a
veces protegidos, y jugar con pelotas hechas de trapos envueltos en
los solares de las casas derruidas. Los jóvenes se cortaban el pelo
con frecuencia, muy corto, y conducían sus coches con la música alta
mientras tomaban un café, fumaban un cigarrillo y recogían a sus
novias bajo las atentas miradas maternas.
“Los palestinos son carne, los judíos son el pueblo de Dios”. “Los
palestinos son carne, los judíos también son carne”. “Los palestinos
y los judíos son carne, vivamos en paz”. Habría sido hermoso que el
ideal de Hertzl se hubiera hecho realidad. Pero su padre había
muerto en un ataque suicida, algunos de sus amigos se hicieron aún
más radicales, y convirtieron Tel Rumeida en intransitable, Hamás se
hacía fuerte; en esos días se comenzó a hablar de entregar
Cisjordania…
– Soldado, ¿es usted sionista?
– Señor, no comprendo la pregunta.
– ¿Cree usted que esta es nuestra tierra, y que sólo nosotros
debemos habitarla?
– Señor, creo que deberíamos aprender a convivir con los que la
pueblan desde hace siglos.
– Entonces, ¿es usted propalestino?
– Señor, sólo creo que deberíamos convivir en paz. Ambos tenemos
razón.
– Dígame una cosa, soldado, una última cosa. ¿Por qué lo hizo
entonces? ¿Por qué disparó?
Hertzl fue sincero al responder.
– Señor, no lo sé.
**************
Enseguida respondió una ráfaga desde alguna de las garitas
del ejército, del lado del asentamiento. La primera oleada de
metralla impactó en la pared del bazar directamente sobre nuestras
cabezas con el ruido de un feroz arañazo, arrancando esquirlas del
adobe con destellos de muerte. En un acto reflejo, sólo tuve tiempo
de agachar la cabeza y de mirar furtivamente por si alguna de
aquellas balas había alcanzado a R… Los dos estábamos bien, como
todos los demás; también Khalil, que tenía su mirada fija en mí.
– ¡Tírese al suelo, por el amor de Dios!
Caí al suelo delante del bazar, con la cara ligeramente inclinada
hacia la mezquita. La siguiente réplica vino de ese lado, en forma
de tiros individuales y espaciados. Debía de ser un rifle, porque
desde nuestra posición se oía el martilleo del percutor antes de
cada disparo. Fueron cinco o seis, no más, pero uno de ellos alcanzó
a un soldado israelí encaramado a la valla de separación, que dejó
caer su fusil con un gesto de rabia. No hubo tregua después. Las
metralletas del lado israelita masacraban el lado opuesto de la
explanada. Los silbidos volantes se mezclaban con el ruido del
choque violento contra las paredes, los vidrios y rejas de las
ventanas y los postes de los toldos en un tintineo despiadado. La
respuesta del lado del bazar tampoco cesaba. Los destellos que las
balas palestinas arrancaban en los tanques israelitas no dejaban
lugar a dudas: los palestinos estaban dispuestos a luchar.
Algunas balas llegaron a la tienda y destrozaron los cuencos de
vidrio, haciendo volar esquirlas de los almireces de bronce y
reventando los cojines bordados que se habían exhibido orgullosos
antes del desastre. Habíamos quedado atrapados junto al bazar;
Khalil, agazapado tras el mostrador de la entrada, se esforzaba en
atraernos hacia su tienda, al abrigo del tiroteo. Apenas se le oía
por encima del sonido de las balas, y ni él ni nosotros nos
atrevíamos a levantar la cabeza del suelo. Otro soldado israelita
fue alcanzado; cayó inerte desde su garita, a varios metros sobre el
suelo, y su cuerpo quedó tendido en una pose grotesca ante un carro
de combate. En la explanada, un joven palestino corrió desde un
portal hasta la entradilla de la tienda de Khalil. Inmediatamente
estalló una esquirla en la esquina que acababa de ocupar; el joven,
con el gesto encogido de pánico, se tiró al suelo y se arrastró
junto a Khalil.
Un grito me hizo volver la cabeza hacia el checkpoint. Los soldados
estaban haciendo salir a la explanada a los palestinos que esperaban
para entrar al mercado. Estos, aterrorizados, comenzaron a
dispersarse por la plaza abierta al fuego cruzado. Los más ágiles,
los jóvenes y algunos hombres fuertes, corrieron a resguardarse en
los portones cercanos al checkpoint
que, aunque estaban cerrados, les protegían de los tiros que venían
del lado de la mezquita. Sólo uno de ellos fue alcanzado en una
pierna, pero no cayó y pudo renquear hasta parapetarse tras un
bidón. Había varias mujeres, que permanecieron indecisas en la
plaza, al descubierto; gritaban y lloraban desesperadas volviéndose
a un lado y otro en busca de una ayuda que nadie les ofrecería. No
había niños, salvo un bebé que una mujer estrechaba contra sí, una
mano en los hombros y la otra sobre las piernas. Khalil dejó de
prestarnos atención para gritar a las mujeres que escaparan y se
pusieran a cubierto. Una de ellas fue alcanzada y cayó de rodillas;
su cuerpo sangró durante un instante antes de que un disparo de
metralleta le acertara en la cabeza.
-¡Dios bendito! Todos
moriremos… - gimió Khalil.
El estruendo se hizo más intenso, y las mujeres comenzaron a
moverse. No se preocuparon de ponerse a cubierto de los disparos; en
cambio, como si pensasen que sólo había un lugar donde guarecerse,
se encaminaron hasta sus casas. Corrían, pero sus vestidos
entorpecían su escapatoria. Vi caer al menos a dos de ellas; también
vi a la madre con el niño bamboleándose torpemente hasta doblar una
esquina, fuera ya del alcance de las balas.
Mientras tanto, los palestinos del lado del bazar se habían
desplazado. No debían de ser muchos, probablemente desorganizados, y
quizá se movían para dar visos de multitud. Desde mi posición,
agachado ante el bazar, pude oír correr a un hombre sobre la terraza
de Khalil. La terraza, oculta a los israelitas, tenía un cierre
metálico, y desde su lado derecho, hacia donde se movían los pasos,
se podía disparar contra la entrada del checkpoint.
-¡Rahman!
¡Rahman! – otra vez Khalil, gritando al hombre en la balconada.
-¡Sube
y dispara, o seréis maldito tú y los tuyos!
Reptando, Khalil abandonó su parapeto por el lado derecho y en un
instante alcanzó el portal de su casa, que cerró tras de sí. Yo no
podía ocupar la posición que había dejado; el miedo que me
paralizaba me impedía moverme, y además tenía que llevar conmigo a
R…, que seguía agazapada a mi espalda. Otros pasos recorrían ahora
la terraza, esta vez en sentido contrario; Khalil se había armado y
se había unido al grupo rebelde. Disparaba, todos los palestinos
parecían disparar, pero la respuesta palestina era insuficiente. En
cambio, la metralleta seguía arrasando el lateral de la explanada en
el que estábamos. Los israelitas habían identificado la posición de
los palestinos, y apuntaban más alto ahora. Podría haber huido y
esconderme tras el mostrador del bazar llevando conmigo a R…, que me
habría seguido sumisa, pero no tuve valor.
Tras una ráfaga, un cuerpo acribillado cayó del balcón, a pocos
centímetros a la izquierda de donde nos encontrábamos. No era
Khalil.
-¡Perros! ¡Merecéis morir! –
le oí gritar.
Los disparos de rifle se fueron distanciando conforme los israelitas
ganaban la batalla. Ya apenas eran unos cuantos tiros agónicos,
inmediatamente respondidos por las ráfagas israelitas, cuando
finalmente se calló la revuelta del lado palestino: ya no hubo más
tiros de rifle. Yo seguía fijo en mi posición, sin levantar la
cabeza. Pensé en Khalil, quien probablemente habría sido abatido y
yacía herido o muerto …
Un agotador silencio siguió al ataque. Oí un grito desde el lado
israelita, primero en hebreo y luego, ante nuestra pasividad, en
inglés.
-¡Levántense, vamos! No teman…
Alcé la cabeza atemorizado, me levanté sin fuerzas y miré tras de
mí. R… se había levantado también, y solo pudo reaccionar con un
silencioso llanto de angustia que inundó su cara de lágrimas sin
gritos. No me dejó abrazarla; se volvió y anduvo hasta el bazar en
silencio. Allí fue donde la oí llorar.
La vista de la explanada era estremecedora. En primer plano, el
cuerpo caído desde la azotea, deforme. Los brazos seguían en una
postura natural, casi estética, pero una de las piernas había
quedado sepultada bajo el peso del cuerpo, mientras en la otra
asomaba el rastro blanquecino de algún hueso que rasgaba la carne y
la piel. Más allá, un hombre, un palestino que no había visto caer,
la mujer con el tiro en la cabeza, que había desaparecido en un
bulto sin forma de masa sanguinolenta, y varios soldados israelitas,
muertos todos salvo uno que gemía y se retorcía. Era un paisaje de
otro mundo, inhuman… Vi a Khalil aparecer de nuevo tras su
mostrador.
Los soldados israelitas bajaron sus armas y comenzaron a recoger a
sus compañeros caídos mientras algunos vigilantes permanecían en
guardia parapetados en sus garitas. Un joven palestino surgió
entonces del lado del checkpoint;
había aparecido con cautela, casi con timidez, hasta abandonar el
recinto y contemplar los cuerpos que yacían en la plaza. Impotente,
abrió mucho los ojos, como para intentar abarcar aquella masacre, y
volvió la cabeza hacia el bazar. Una implacable ráfaga de metralleta
le llovió en ese momento por encima de su cuerpo. Eran disparos
desde una garita, aislados, enfurecidos, absurdos. Antes de caer, el
palestino se convulsionó como un títere, mientras la sangre manaba
de su pecho acribillado y las bolsas de especias quedaban esparcidas
por el suelo.
Después sólo quedó el llanto desconsolado de una mujer ante el
bazar, y los gritos de los heridos en la explanada. Lejos de allí,
en las colinas de la Ciudad Santa de Jerusalén, se habría oído
encaramarse la voz triunfal del cuerno.